
El dolor, la angustia y la muerte nos rodean todos los días. La COVID-19 es ya la experiencia más dolorosa de toda nuestra historia republicana; sin embargo, no podemos sucumbir ante la desgracia, no podemos caer rendidos sin dar batalla. Sé que en muchos aspectos el tejido social parece estar tambaleándose ante la presión de un enemigo microscópico; pero la solidaridad y el ingenio deben sobreponerse a la adversidad, y todos debemos sumar esfuerzos.
La educación ha sido uno de esos aspectos fundamentales de nuestra sociedad que se han visto seriamente afectados. Duele ver las cifras de deserción escolar, duele ver la indiferencia de las autoridades, de los profesores, de la nuestra propia. Duele saber que un año perdido de escuela significa para un niño pobre una vida de pobreza.
Hace dos semanas una noticia feliz llegó a nosotros: los niños de Huarhua y de Huactapa, en la provincia de La Unión (Arequipa), volvían parcialmente a la escuela, y dejaban atrás la farsa de las clases virtuales, que en Huarhua (y en casi todo el Perú) resonaba como el eco de una broma cruel.
Los niños jamás deben dejar la escuela
En medio de la pandemia y la situación extrema que vivimos debimos escoger la vida entre el trabajo, la educación y la diversión. Incluso nuestra libertad la cedimos esperando que la situación pueda ser controlada; como aún lo vemos, mucho de eso poco ha servido, pues entre la ineficacia y las malas decisiones (recordemos sino la millonaria compra de ivermectina hecha por el Estado) las muertes no paran.
Pero en un país pobre como el nuestro debimos decidir: o morir enfermos o morir de hambre. El trabajo ha sido el principal móvil de las personas para salir a las calles, pero algunas propuestas de “reactivación económica” más que pensar en el bien común solo han beneficiado a los bolsillos de acongojados empresarios. El caso más destacado de esto último ha sido el lobby feroz e irresponsable que ha hecho que los centros comerciales y casinos abran sus puertas. Estas últimas medidas no fueron rechazadas por muchos, es más, prestos fuimos a los grandes almacenes ávidos por comprar.
Y, mientras tanto, nuestros niños seguían en las casas, sin recibir una educación competente y encerrados más de un año. Definitivamente nuestra escala de valores es vomitiva: preferimos abrir un tragamonedas o comprar la última rebaja a abrir las escuelas.
Con franqueza, el bicentenario es todo menos una celebración, la juventud no tiene aliciente para hacer frente al futuro, pues poco ayuda una población adulta que decide mal y, por momentos, cruelmente. Al ver las fotos de Oswald Charca, quien estuvo en Huactapa, uno no puede sino sucumbir ante la impotencia: ¿Por qué los niños más pobres tuvieron que dejar de estudiar?
Ideas que llegaron tarde
A los pocos meses de la cuarentena muchos poblados rurales se vieron aislados de las urbes infectadas, por ende la COVID no significaba amenaza alguna. Poblados de la costa, la sierra y la selva que pueden hacer frente a la vida sin esas nocivas cadenas de abastecimiento a las que estamos acostumbrados en las ciudades. Ahí no se come carnes importadas, ni productos fuera de estación, ni mucho menos abarrotan las tiendas para pelearse por el papel higiénico. A veces, la vida sencilla parece más sensata.
Mientras eso pasaba muchas voces alertaban de lo excesivo que resultaba cerrar las escuelas de esos pueblos, donde la presencia de la enfermedad era bajísima y, por lo tanto, más controlable; pero, además, porque la respuesta tecnológica para llevar las clases a las casas de los estudiantes es, hasta ahora, un chasco enorme. Una prueba más de que esa cosa etérea llamada “modelo económico” no parece funcionar, pues la infraestructura tecnológica funciona según que tan cerca estés de Lima o alguna capital de provincia.
La propuesta era simple pero requería sacrificios y voluntad política, y es lo que hoy se aplica en Huarhua: el docente debía ir a vivir al pueblo y no contaminarse regresando a la ciudad, minimizando el riesgo de contagio. Esta idea necesitaba del sacrificio docente, pues este debía dejar su casa y su familia; pero en una situación de emergencia como esta la vocación y el sentido del deber, ese que da el amor a lo que uno hace, tuvieron que primar para evitar que los niños pobres del Perú perdieran un año de clases. Además, este sacrificio debió contar con el apoyo del Estado, asegurando el sueldo, la vivienda y la alimentación de los profesores que hubieran decidido hacer esto por sus estudiantes. Lamentablemente no fue así, recién en abril pasado algunas escuelas rurales han decidido volver abrir sus aulas, y algunos docentes han demostrado una actitud que vale más que cualquier análisis, como es el caso de Patricia Cáceres, quien ha decido vivir en la escuela donde enseña.
Los niños en el corazón
Camila regresa a la escuela y le lleva unas flores a su maestra, está feliz de volver a clases. Huactapa, el pueblo en el que ella vive, está a 3500 metros de altura, allí las flores y la sonrisa de un niño deben de ser dos de las cosas más hermosas que uno puede encontrar, signos de que la belleza y la inocencia pueden con todo. Esos niños no se merecen nuestra indiferencia ni ser víctimas una vez más del injusto orden de las cosas; pero sobretodo no podemos permitir que su futuro se vea truncado por nuestra inacción. Arequipa ha dado el ejemplo, y así como Camila, Geraldine, en Huarhua, también sonríe tras su mascarilla pues por fin conoce a su maestra. Mi total reconocimiento a las docentes de Camila y Geraldine: Isabel Andia y Patricia Cáceres, respectivamente (y a sus otros 16 colegas que las acompañan). Su ejemplo nos redime un poco por el daño inmenso que hemos ocasionado, jamás debimos permitir que las escuelas de los niños más pobres hayan cerrado, ojalá el Estado enmiende esto rápidamente, y, por otro lado, nosotros pidamos más educación en lugar de más cierrapuertas.
Publicado el 04 de mayo de 2021